A ESTEFI LEIVA (25), INTEGRANTE DEL MOVIMIENTO FEMINISTA POR LA ACCESIBILIDAD UNIVERSAL, MUY POCAS PERSONAS SE LE HAN ACERCADO PARA INTENTAR ESTABLECER UN VÍNCULO AFECTIVO. SI LO HAN HECHO, HA SIDO ÚNICAMENTE ANTES DE QUE SE DEN CUENTA QUE ES CIEGA.

Luego, cuando finalmente lo detectan, no saben cómo proceder. Varios le han dicho “no sé cómo relacionarme contigo” y una vez, recuerda, le gustó a alguien que abiertamente dijo que le daba miedo lo que pensarían los demás si es que se relacionaba con una mujer ciega. “En mi adolescencia, mientras todas mis amigas empezaban a pololear o a vincularse de manera sexoafectiva con otras personas, debe haber habido solo un chico que se atrevió a decirme que yo le gustaba. Para el resto, antes que ser persona, tengo una discapacidad. Siempre ponen la discapacidad primero”.

Se trata, como explica la orientadora familiar y activista por los derechos sexuales y reproductivos, Jessica Lillo, de dispositivos de control que han contribuido a que la sexualidad no sea expresada en plena libertad y sea más bien regulada. “Lo decía Foucault en sus estudios de sexualidad: los principales dispositivos de control provienen desde las instituciones públicas y privadas, tales como los centros de atención hospitalaria, los centros de salud, los colegios, los internados y las cárceles, entre otros. Estos son lugares que tienden a disciplinar los cuerpos y a normar qué hacen las mujeres y los hombres y qué espacios ocupan. Por lo tanto, las personas que no calzan con esos patrones únicos se sienten excluidas o marginalizadas. Los cuerpos en este sistema tienen que ser funcionales, porque tienen que estar en beneficio y a disposición constante”, explica.

Una joven ciega aparece tocando un mural y sintiendo su textura en una calle de Santiago.A esto, según Estefi Leiva, también se le suman las iniciativas como la Teletón, que han contribuido a infantilizar, desde una perspectiva adulto centrista, a las personas con discapacidad. “Se suele pensar que los que tenemos distintas capacidades somos infantiles y, por ende, no ejercemos o comprendemos la sexualidad. A los niños no solo se los invisibiliza en esta sociedad, sino que también se los priva de una educación sexual que enseñe respecto al placer, el deseo, la identidad de género y la orientación sexual. Por ende, se da paso a un círculo vicioso entre la falta de representatividad y el imaginario colectivo que percibe la sociedad desde una mirada adulto céntrica y capacitista –de “capacitismo”, una forma de discriminación o prejuicio contra las personas con discapacidad–. Nos ven como personas que no tienen deseo y que no van a ser deseadas”.

Y la desinformación, como en todo ámbito, permite que se creen estereotipos, mitos y estigmas. Dos de los más instaurados, según Leiva, tienen que ver con que las personas con discapacidad física o intelectual son hipersexualizadas o asexuadas. “Las dos pasan por esta noción de que si tenemos una discapacidad y por ende somos como los niños; no tenemos una sexualidad desarrollada o, en su defecto, no tenemos un filtro como para poder frenar la libido. Como esta idea de que las personas con discapacidad intelectual siempre se están masturbando y hay que esterilizarlos. Está lleno de mitos y estereotipos”, dice.

Estos mitos que surgen desde el desconocimiento, como explica Lillo, dan cuenta de que la única sexualidad validada e instaurada como modelo a seguir es una que se basa únicamente en las capacidades de las personas y no en sus necesidades o deseos. “Es una sexualidad androcentrista, falocéntrica, en la que existe una meta que es llegar al orgasmo. Pero eso es muy reduccionista, y todo lo que no responde a ese patrón queda fuera del marco normativo. Quedan fuera las personas con discapacidades evidentes y no tan evidentes; cuerpos que no obedecen a los cánones de belleza hegemónica o al modelo universal impuesto; y todos aquellos que no pueden cumplir con las exigencias o capacidades que te pide esta sexualidad, como por ejemplo que a todos nos gusten las relaciones coitales. Los que no se erotizan con las prácticas comunes, también quedan fuera”.

Según explica la especialista, vamos naturalizando este imaginario colectivo a tal punto que ni lo cuestionamos. “Lo supuestamente ‘normal’ es que las personas tengan prácticas sexuales de tres a cuatro veces a la semana. En mis asesorías sexuales muchos me dicen que no logran esa frecuencia y me preguntan si están mal. Se sienten validados cuando les digo que lo impuesto es difícil de cumplir. Tengo que estar diciéndoles constantemente que es normal estar fuera de la norma”, explica Lillo. “Nos han instalado una sola forma de sexualidad que además es rentable, porque todos hacemos grandes esfuerzos por responder a esos estereotipos y lograr calzar con esos estándares tan altos”.

Y es que, como explica el terapeuta ocupacional y activista sexofuncional, Diego Ramos Medina, toda la vida se nos ha dicho que hay cierta forma de cuerpo que es la correcta y aceptada. “Esto empieza con la medicina y la ciencia y luego se reproduce y refuerza mediante los productos de consumo cultural, en los que hay nula representatividad de diversidades. Está la idea de que el cuerpo correcto, además, nos provee de bienestar, cumple ciertos estándares y tiene una forma determinada. Y nos pasamos toda la vida intentando llegar a tener esa figura hegemónica del cuerpo, que de por sí no existe. Es tan solo un sustento patriarcal”.

A su vez, según explica, el placer es percibido en sociedades neoliberales como una recompensa o un estado al que llegamos únicamente luego de ser productivos y útiles. “Bajo esta lógica, intentamos producir lo más posible y dejar el menor tiempo posible destinado a actividades que puedan distraernos de la producción. La única función que cumple el placer es ser un incentivo para seguir produciendo. Y por eso, para muchos, el placer ha sido lo más renegado en sus vidas”, explica.

Fuente: latercera.com